domingo, 3 de noviembre de 2013

Recordando películas: Lobos humanos (1981)

Culturas neo-tribales, indios americanos que defienden su espacio, gurús que se proyectan en el interior de animales... Y todo ello en Nueva York 



Película de culto en tierra de nadie
Lobos humanos (Wolfen, 1981) es una gran película, pero casi nadie lo ve así. Quizás, porque no apareció en el momento adecuado. A principios de los 80, el terror moderno hacía estragos, y se estilaban los banquetes de efectos especiales, algo que en Lobos humanos no tiene cabida. Además, los cultivadores del género entonces se dividían entre el espectáculo amable para toda la familia Steven Spielberg, Robert Zemeckis...— y el canto nostálgico a los fundadores de la serie B Joe Dante, Tim Burton...—. Pero en Lobos humanos, insistimos, ni hay derroche de látex y gomaespuma —pese a lo que pueda sugerir el título, no visualizamos una sola transformación—, ni hay amable espectáculo familiar, ni nostalgia por los clásicos del género. En efecto, estamos ante una película que profundiza de forma insinuante y adulta en el mito de la licantropía, rompiendo sus tradiciones más típicas y proponiendo una lectura social y antropológica. Claro, también es cierto que su director, Michael Wadleigh, no volvió a ofrecer más ficciones, así que, ¿quién queda para recordar o defender este título?

La novela original que adapta Wadleigh es de Whitley Strieber, lo que supone una buena carta de presentación. Sí, el mismo novelista que escribió El ansia (1983), que adaptara al cine el esteticista Tony Scott. Y entre una y otra se perciben elementos comunes: ubicar la trama en tiempo presente, en Nueva York, para ofrecer una visión novedosa de hombres lobo o vampiros, que sirve de metáfora de nuestra propia condición, de nuestro reverso... 



algún rincón de un 
pasado doloroso y no cicatrizado


Lobos humanos tiene un comienzo convencional: un matrimonio de yuppies, en plena celebración, alcohol y coca, será atacado de noche por la calle. La brutalidad de los crímenes hace pensar en una fuerza animalesca... Entra a concurso un policía desencantado de gesto entre sentimental y cínico (Albert Finney), que se malnutre con perritos calientes y bebe más de la cuenta. Hasta ahora, nada nuevo bajo el sol. Lugares comunes del cine de terror y policiaco. Pero como dijera Hitchcock, más vale partir de tópicos que caer en ellos...

Entretanto, la película nos va sumiendo en el sofocante ambiente de la ciudad, con planos generales que integran a los personajes en sus calles, con una puesta en escena reposada, de aroma clásico, y un montaje que nos permite participar en la acción relajadamente. La música de James Horner nos invita a paladear ese paisaje urbano confuso, abigarrado. La realización, sosegada y coherente, solo se ve alterada cuando aparecen los lobos humanos, que se manifiestan a través de una distorsionada cámara subjetiva.





El desarrollo argumental va mostrando la paulatina complicación del problema; una pista sigue a otra, y mientras avanza la investigación policial, la mitología de la película va cobrando forma. Los policías irán frecuentando todos los rincones de la ciudad, para darse cuenta de que no saben con exactitud a qué se enfrentan. La aparición de culturas neo-tribales, grupos de indios americanos que defienden su espacio con uñas y dientes frente a la invasión del hombre blanco, gurús que se proyectan mentalmente en el interior de animales... Para una mentalidad policial, acostumbrada a vivir el día a día, es difícil asimilar esa amenaza abstracta, que parece provenir de algún rincón del pasado, de un pasado doloroso y no cicatrizado...

El realizador Michael Wadleigh ofrece así una cinta inquieta, de gran calado cultural, que quizás podríamos comparar, en su afán humanista de buscar el terror, con el Peter Weir de La última ola (1977). En efecto, las dos películas son títulos de culto que han pasado desapercibidos para el público mayoritario, quedando además en una singular tierra de nadie: demasiado intelectuales para los fans del terror, pero terroríficas al fin y al cabo, con el recelo que ello despierta en ciertos sectores.

Wadleigh saca a colación multitud de temas: ecología, degradación ambiental, decadencia del urbanismo, identificación con la Naturaleza, vuelta a tiempos primigenios... Y lo hace con soltura, con distanciamiento incluso. Porque sabe que, una vez hemos abierto la Caja de Pandora, no hay punto de retorno; no hay posibilidad de un desenlace complaciente. Al igual que en la excelente En compañía de lobos (1984), de Neil Jordan, los licántropos acabarán conquistándonos, incluso irrumpiendo en nuestros dormitorios. Wadleigh parece querer decirnos que solo cuando asimilemos nuestra condición animal alcanzaremos la madurez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario